Mauricio de María y Campos

Gaceta Mexicana | José Antonio Molina Farro.

Mauricio creía en la plenitud de la vida. La amaba en todas sus manifestaciones, el sol, el mar, la luz, la libertad, la independencia, los más ricos frutos de la naturaleza y la civilización. Lo asombroso en él era la unión de un intelecto de primer orden y rigurosa autodisciplina, con un raro encanto personal y un placer en la comedia de la vida. Un erudito de poderosa y cautivadora personalidad, un hombre excepcionalmente simpático, que permaneció apartado de las normales categorías académicas; un ser humano  con una energía intelectual continuamente activa.

No recuerdo a nadie que no respetara su inteligencia, su intransigente integridad y su juicio independiente, en defensa de todo aquello en que creía profundamente. En alguna ocasión me recordó al historiador Lewis Namier quien habló de la dignidad de la cultura y de protegerla de sus tres mayores enemigos: el amateurismo, la prostitución periodística y la obsesión por la doctrina. Su conversación era un deleite, nunca estuvo salpicada del abigarrado desorden de un conocimiento abstracto. Siempre cortés, encantador, sencillo y auténtico. Era un intelectual, pero no era vago de ideas ni pedante, ni se encerró en una torre de marfil; participó y sintió toda su vida un interés genuino en la cosa pública. A su paso por la administración pública, en la diplomacia y en la academia, demostró que es posible ser políticamente eficiente y al mismo tiempo benévolo y humano. Continuar leyendo […]

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